Muchos de nuestros gobernantes no se han enterado que el Imperio terminó hace un siglo y medio. Con todo cinismo, se rodean de cientos de asistentes, con funciones de maquillistas, choferes, cocineros, escoltas, edecanes y secretarios particulares que los tratan como personas de sangre azul, como en la época medieval.
La mansión residencial regalada a Peña Nieto por un empresario formado a partir de los privilegios y de su cercanía al presidente de México para obtener contratos millonarios, además de ser un insulto para un país que tiene a cinco de cada diez habitantes en la pobreza, es el símbolo de la frivolidad, la banalidad y la hipocresía de nuestra clase política. La noticia sobre esta residencia, que tiene un valor exorbitado de 86 millones de pesos, ha encendido más a una sociedad sumida en la indignación por la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa.
En esta misma Latinoamérica, don José Mujica, presidente de Uruguay, representa el otro lado del peñismo imperial. No vive en un palacio, no necesita cientos de asistentes, se mueve en un Vocho de 1987 y vive desde hace 30 años en el mismo vecindario.
Este hombre correcto, ha logrado que su país sea el segundo en América Latina con menor pobreza, según datos de la Cepal.
Mujica no necesita un ejército de aduladores para hacer su trabajo con dignidad y que sus habitantes se sientan orgullosos. Aunque muchos lo consideren un excéntrico; lo único que hace es vivir como la mayoría de la gente de su país. “Los raros son ellos”, dijo en alguna ocasión.
Muchos gobernantes han construido un Muro de Berlín que los ha alejado de la realidad que viven sus ciudadanos. Mujica, quien ha recibido la oferta de un jeque árabe por un millón de dólares a cambio de su Vocho, ha dicho que si lo vende, usará el dinero para regalar decenas de tractores en apoyo a sus campesinos.
Tengo una mejor propuesta: que Mujica le regale un viaje en Vocho a Peña Nieto.