Las sociedades necesitan puntos de referencia para propiciar actitudes de cohesión.
Los paradigmas tradicionales del poder estuvieron asociados a episodios militares, a principios religiosos y a hegemonías políticas. Guerreros, sacerdotes y monarcas fueron durante siglos las claves para encauzar la vida colectiva.
La subversión de ese estado de cosas se produjo con la aparición de una nueva forma de organizar la sociedad al margen de las creencias metafísicas, de las hazañas castrenses y de los monopolios políticos. Una de las mayores aportaciones del Estado constitucional consistió en sustituir los referentes arcaicos por otro que auspició nuevas formas de entendimiento y que facilitó el advenimiento de la democracia: el ordenamiento jurídico.
Por eso cuando el ordenamiento se fractura y deja de ser el eje articulador de las relaciones sociales, sobrevienen vacíos que se llenan de violencia, de corrupción y de arbitrariedad. El historiador Arnold Toynbee calificaba esa situación como "cisma en el alma". Con independencia del ingrediente confesional que introducía en su análisis, acertaba al decir que "la sensación de estar a la deriva es una de las tribulaciones más penosas que aflige a hombres y mujeres en una época de desintegración social".
La situación nacional es tanto más aciaga cuanto que la confianza en el orden jurídico está fracturada. En el proceso de construir un Estado de derecho tropezamos con una serie de vicisitudes que nos alejaron de los objetivos procurados, en medio de altibajos que arrastramos desde el siglo XIX.
Lo más duradero que hemos tenido, en cuanto a un modelo normativo inspirador de cohesión, fue la Constitución de Querétaro durante sus primeros cincuenta años de vigencia. El quebranto se hizo evidente en 1968. A partir de entonces la construcción de la Constitución comenzó a obedecer a un impulso compensatorio cada vez más marcado. En 1969, por ejemplo, fue reformada para disminuir la edad de los ciudadanos de los 21 a los 18 años, creyendo que con eso se paliaban los efectos de la tragedia que segó la vida de muchos jóvenes el año anterior.
Poco después se adoptó una lógica de reformas que buscaba los mayores resultados sociales deseables con los menores costos políticos posibles. No era una estrategia equivocada si se tenía en cuenta la conveniencia de mediar entre las exigencias crecientes de una sociedad civil moderna y las resistencias subsistentes de una sociedad política arcaica.
La conocida tensión decimonónica entre conservadores y progresistas seguía dándose, y se traducía en pequeñas mermas para los primeros y modestos avances para los segundos. El sistema político encontró un método para procesar ajustes graduales que permitieron alcanzar el momento culminante en 2000. El camino requirió un poco más de tres décadas.
Lo asombroso sucedió después. El apaciguamiento gradual cedió ante el diferimiento constante. El viejo conservadurismo se impuso y en los últimos tres lustros las pocas reformas conseguidas demandaron más esfuerzos pero no produjeron los mismos efectos que los precedentes. La parálisis de la imaginación se tradujo en un declive sin fin a la vista. El país se quedó sin respuestas adecuadas a la magnitud del desencanto.
Sólo cambios profundos permitirán a la sociedad recobrar su confianza en las instituciones. Mientras, seguiremos expuestos a la penosa deriva descrita por Toynbee. Es difícil explicar la omisión de esos cambios, máxime que hace poco se adoptaron duras reformas para conquistar la confianza de los inversores extranjeros, pero casi nada se ha intentado para restituir la confianza de los ciudadanos nacionales.
Se ha fallado incluso en lo elemental. Por ejemplo, era evidente la necesidad de una fiscalía autónoma para conducir en exclusiva la averiguación sobre la tragedia de Iguala, pero sólo se dio un paso tímido e insatisfactorio.
El escepticismo está instalado en el país porque las instituciones son ineficaces ante la pobreza, la corrupción, la ineptitud y la violencia. Los hipotéticos remedios distan de ser lo que requerimos los mexicanos: innovaciones serias y ambiciosas que transformen el panorama institucional.
Son pocos los dirigentes conscientes de que la mexicana es una sociedad madura, pero extenuada por la rutina y el aldeanismo. El país merece propuestas creativas que nos cohesionen en torno a una nueva esperanza. Renovar las instituciones es la decisión necesaria para emprender un rumbo confiable y poner fin a la deriva.