21 de Octubre 2015
La crisis de derechos humanos en México, comprobada por múltiples organismos internacionales, representa el fin de un ciclo en el cual la construcción de la democracia electoral no contribuyó al desarrollo de un Estado de Derecho. Su causa principal es la consolidación de un pacto de impunidad al interior de la clase política, que impide la creación de un sistema de justicia autónomo y que fomenta la corrupción generalizada. La impunidad carcome la escasa legitimidad del régimen y abre la puerta a una salida populista a su crisis.
La corrupción es tan grande que cuesta trabajo dimensionarla. En las semanas pasadas tomaron posesión varios nuevos gobernadores y alcaldes en 9 estados. Donde hubo alternancia de partidos, impresionantes casos de corrupción y abuso de parte de los gobernantes salientes han sido denunciados.
La impunidad carcome la escasa legitimidad del régimen y abre la puerta a una salida populista a su crisis
En Sonora, la gobernadora priísta Claudia Pavlovich ha denunciado sobregiros en el gasto del gobierno, obras públicas desastrosas y deudas aun incuantificables que el saliente gobernador panista le heredó. Jaime Rodríguez, el “Bronco”, nuevo gobernador de Nuevo León y primer candidato independiente que triunfa en una elección importante, ha denunciado una deuda gigantesca cercana a 6,000 millones de dólares en las cuentas de la entidad.
Esta historia de saqueo patrimonialista se repite cada vez que hay elecciones locales. Muchas veces los partidos que acceden al poder no denuncian la situación debido a que hay un pacto de impunidad entre gobernantes salientes y entrantes. Los avances legislativos en materia de transparencia y del llamado sistema anticorrupción no tienen consecuencias en la práctica, pues son bloqueados o ignorados.
El pacto de impunidad impide que el Estado mexicano pueda controlar al otro poder fáctico que cuestiona su poder: el crimen organizado
La clase política ha podido liberarse relativamente del yugo que sobre ella tenían poderes fácticos tradicionales -los sindicatos corporativos (ahora bajo cierto control) y algunos actores económicos- gracias a las reformas que impulsó el gobierno de Peña Nieto. Ahora la clase política se siente soberana, no sólo respecto de los poderes fácticos sino de la ciudadanía misma.
El pacto de impunidad impide que el Estado mexicano pueda controlar al otro poder fáctico que cuestiona su poder: el crimen organizado. Amplios segmentos de la clase política han establecido alianzas regionales con los actores delincuenciales, como los casos extremos de Michoacán y Guerrero demuestran. Pero en todos los estados el desastre financiero, la corrupción generalizada, la pésima calidad del gobierno y la connivencia con el crimen, en mayor o menor escala, caracterizan a los regímenes locales.
Un Estado democrático requiere que haya instituciones de justicia operativas y autónomas. Pero las procuradurías de justicia continúan en la precariedad presupuestal, moral y técnica, y siguen obedeciendo la agenda y los intereses de los gobernadores o del presidente, a pesar de la reforma penal. Los poderes judiciales locales nunca han sido reformados, y constituyen la peor herencia del régimen autoritario.
Es necesaria una gigantesca movilización de una sociedad civil unida y enfocada en la lucha contra la impunidad
El régimen no puede ni quiere reformase a sí mismo. Es necesaria una gigantesca movilización de una sociedad civil unida y enfocada en la lucha contra la impunidad. Hoy la vasta movilización nacional es fragmentaria, temática y territorial. Para romper el impasse tiene que crearse un frente social lo suficientemente poderoso y unificado como para obligar la clase política a aceptar límites a su poder discrecional.