Los datos consignados llevan a una reflexión en dos sentidos: por una parte, es claro que desde hace muchos años el país no está haciendo lo necesario para satisfacer las necesidades y las expectativas de una parte significativa de su población: creación de empleos, dignificación de los salarios y las condiciones laborales, dotación de servicios de educación y salud, construcción de vivienda de interés social, fortalecimiento de los servicios de transporte, cultura, deporte y recreación. Al mismo tiempo, existe una clara asignatura pendiente en la restauración de la seguridad pública y el Estado de derecho en las vastas extensiones del territorio en las que tales premisas son precarias o llanamente inexistentes.
En este escenario resulta innegable la responsabilidad del Estado mexicano en la persistencia del flujo migratorio y, por tanto, en la gestación de las terribles condiciones de viaje y estadía que sufre la gran mayoría de los connacionales que se aventuran al país vecino en busca de mejores términos de trabajo y de vida: travesías por parajes inhóspitos y peligrosos, abusos de toda suerte por los agentes migratorios estadunidenses, discriminación, condiciones laborales cercanas a la esclavitud, persecución constante, pérdida de derechos básicos y separaciones forzadas entre padres deportados e hijos menores que permanecen en territorio estadunidense.
Tal consideración debilita de modo inevitable la posición del gobierno y del país en general cuando se trata de demandar un trato menos inhumano para los ciudadanos mexicanos en Estados Unidos, derogación de disposiciones legales que criminalizan a los migrantes por el solo hecho de serlo y formulación de leyes y reglamentos migratorios mínimamente apegados a la observancia de los derechos humanos.
Por otra parte, el documento de la Cepal pone en evidencia, de manera indirecta, el atraso mexicano con respecto a los países latinoamericanos que han optado por modificar o desechar el modelo económico neoliberal que conlleva el empobrecimiento generalizado de las mayorías, la anulación o restricción de sus derechos, la apertura indiscriminada de los mercados internos, el abandono de los campesinos y el achicamiento del sector público y de las políticas sociales.
Las naciones que se han propuesto superar ese paradigma han logrado abandonar su condición de expulsores de mano de obra –el caso de Ecuador es el más representativo– e incluso de convertirse en tierra de inmigración. La nuestra, en cambio, sigue un modelo que la ancla a la deplorable y exasperante condición de exportadora de sus propios habitantes.