México no tiene Presidente

Autor: 
John M. Ackerman

El jueves pasado constituyó la última oportunidad de Enrique Peña Nieto para demostrar al pueblo mexicano y a la opinión pública internacional que él es en verdad el primer mandatario del país. Si fuera él quien realmente diera las órdenes, hubiera tomado el sartén por el mango, pedido la renuncia de la mayor parte de su gabinete y llamado a un amplio proceso de reconciliación nacional. Una acción clara y valiente de esta naturaleza le hubiera abierto una pequeña ventana de posibilidad para poder cambiar el curso de la historia presente. Pero ya es demasiado tarde.

Este 30 de noviembre de 2014 culmina el segundo año de la presidencia de Peña Nieto con la sociedad de pie y más fuerte que nunca. Mientras, tanto la revelación por France 24 de un nuevo grupo de estudiantes desaparecidos en Cocula, Guerrero, como el descubrimiento por Carmen Aristegui de una nueva casa de Grupo Higa al servicio de Peña Nieto, confirman una vez más que el régimen actual está podrido hasta la médula.

Se le cayó la máscara a un sistema mafioso cuyo único interés es matar y robar. Cada día más personas se dan cuenta de que el señor que despacha en Los Pinos no es más que un viejo burócrata de cuarto nivel que solamente sabe seguir órdenes superiores. Es difícil imaginar que el pueblo aguante cuatro años más de las mismas burlas y desprecio de parte de la clase política.

La noche anterior del pomposo anuncio de su nuevo decálogo en Palacio Nacional, Peña Nieto conversó vía telefónica con el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama. De acuerdo con una fuente oficial quien habló con el diario El País bajo condición de anonimato, los dos mandatarios platicaron sobre los desaparecidos de Ayotzinapa y coincidieron sobre la “necesidad de seguir trabajando para atender cuestiones que afectan la seguridad”. En otras palabras, Obama dio otro espaldarazo de impunidad a Peña Nieto y palomeó las propuestas que el mandatario mexicano presentaría el próximo día en Palacio Nacional.

E inmediatamente después del anuncio del decálogo, las primeras voces que se levantaron en un coro teatral para celebrar la iniciativa fueron las de la oligarquía nacional, representadas por el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y la Confederación de Cámaras Industriales (Concamin). Celebraron las medidas anunciadas por Peña Nieto y señalaron, no sin razón, que constituyen el perfecto “complemento de las grandes reformas estructurales aprobadas en meses recientes”.

Tanto Obama como los oligarcas tienen importantes motivos para festejar el decálogo anunciado por su empleado en Los Pinos. Su esencia es acabar de una vez para siempre con la gran tradición de lucha política y conciencia social de los pueblos rebeldes de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Así como la consistente represión y encarcelamiento de estudiantes inocentes desde el 1 de diciembre de 2012 surge de la sed de venganza del régimen en contra de la irrupción de #YoSoy132, el nuevo ataque materializa el deseo de venganza de Peña Nieto en contra de la valiente desobediencia de Ayotzinapa y los pueblos del sur.

El mensaje de Peña Nieto fue meridianamente claro. Colocó a los “estados de la frontera norte”, con sus maquiladoras infames, narcotráfico desbordado y violencia fuera de control, como el ejemplo a seguir para los estados del sur que supuestamente sufrirían las consecuencias de sus “rezagos ancestrales”. En otras palabras, por medio de una combinación de limosnas, mordidas y represión, se impondrá el “orden” necesario para saquear los enormes recursos naturales del Istmo de Tehuantepec, los Altos de Chiapas y las montañas de Guerrero, así como para encadenar la población a la voluntad de Walmart, Chevron e Iberdrola.

Las nuevas “zonas económicas especiales” de Peña Nieto no son otra cosa que la resurrección del sueño de Vicente Fox de establecer un “Plan Puebla Panamá”. Se mantiene firme el objetivo de destruir las culturas ancestrales del sur y convertir todos los estados de la región en una gran maquiladora al servicio del capital internacional más rapaz. Recordemos que Fox incluso prometió desde antes de tomar posesión que durante su gobierno el 20 de noviembre dejaría de celebrarse el aniversario de la Revolución Mexicana para convertirse en el día de festejo nacional del Plan Puebla Panamá.

Y los nuevos “programas sociales” promovidos por Rosario Robles en coordinación con Coca Cola, Nestlé y MacDonalds evidentemente no acabarán con el hambre lacerante en la región. Su principal objetivo será moldear los gustos y las conciencias del pueblo para que acepten sin mayor protesta la conquista del sur por los buitres del norte.

Recordemos cómo el pasado 11 de enero una parte de la comitiva de Robles embistió y mató a un niño de dos años que observaba la llegada de la funcionaria federal a un acto con Peña Nieto y Ángel Aguirre en Cochoapa el Grande, Guerrero, el municipio más pobre del país. Aunque Proceso dio a conocer la información, el incidente fue ignorado por la mayoría de los medios y encubierto por las autoridades. Fue un ensayo preliminar para los encubrimientos de Tlatlaya e Iguala, así como una clara estampa de las verdaderas prioridades de la flamante secretaria de Desarrollo Social.

La buena noticia es que una vez más el régimen demuestra su total ausencia de brújula ideológica o legitimidad histórica. Así como Carlos Salinas de Gortari tuvo que recurrir a la figura de Emiliano Zapata para intentar justificar la privatización del campo y Enrique Peña Nieto quiso utilizar el legado de Lázaro Cárdenas para defender la entrega del petróleo a manos extranjeras, hoy quien se ostenta como presidente de la República busca manipular los justos reclamos de “Todos somos Ayotzinapa” para acabar con el espíritu rebelde que hizo posible la actual efervescencia social.

La verdadera estrategia para evitar “otro Ayotzinapa” no será entonces el combate al crimen y la corrupción, sino acallar la protesta social con el fin de evitar otra crisis política similar. El régimen sigue sin capacidad de proponer o articular una nueva visión afirmativa del país y se limita a intentar robar las banderas de la sociedad y vengarse de sus adversarios. Son signos de un sistema desesperado, totalmente vacío por dentro y al borde de una implosión histórica sin precedentes.

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