Autor:
Mauricio Merino
No se necesita un panel de expertos para anticipar que el Presidente de la República, la primera dama y el secretario de Hacienda serán exonerados en la investigación que llevará cabo el nuevo secretario de la Función Pública.
No sólo porque es obvio que el subordinado no castigará al superior —y las obviedades están exentas de explicación— sino porque los supuestos jurídicos en vigor no alcanzarían de ningún modo para imponerles sanción alguna: el conflicto de interés en México está poco y mal regulado. Y de aquí, entre muchas otras razones, la necesidad de crear un sistema nacional anticorrupción.
Lo que el Presidente de la República ofreció ayer no fue una salida a la crisis de confianza pública que está viviendo el país, sino un discurso político para salir del paso mientras se celebran los comicios de junio. Y entretanto, la tarea principal de Virgilio Andrade —el nuevo titular de la Secretaría que nunca debió abandonarse —será llamar a empresarios, organizaciones sociales y grupos de expertos para seguir discutiendo ad libitum las soluciones posibles a la corrupción que está hundiendo al país. Es decir: ganar tiempo y recuperar legitimidad.
Sin embargo, la inteligencia de los mexicanos es muy superior al contenido del discurso que escuchamos ayer. Por eso dudo que alguien —con excepción, claro, de quienes tengan conflictos de interés con el régimen— pueda caer en la trampa de suponer que la nueva oferta presidencial sirva para resolver el mayor problema que desafía a México en este momento. Por el contrario, la precariedad de la respuesta presidencial podría potenciarlo, por la ofensa que está implícita: ¿Quién puede decir, estando en su sano juicio, que este puñado de decisiones flacas extirparán el cáncer de corrupción que está hundiendo al país?
Por lo demás, el gobierno de la República podrá instalar tantas mesas de diálogo como quiera, que de todos modos la credibilidad seguirá siendo el resultado de los hechos concretos, y podrá expedir tantos códigos y reglas de integridad como decida, que la ética seguirá estando en la conducta efectivamente verificada. Y en este sentido, salta a la vista que la reacción habitual del sistema político que creíamos agotado volvió a brotar en cada línea del mensaje de ayer. De un lado, la cooptación y el diálogo interesado que anuncia la colaboración del sector privado, en particular, y de organizaciones sociales, en general, para encontrar soluciones al problema que enfrenta el gobierno; y de otro, la sustitución de los hechos por las apariencias.
¿De qué servirá la declaración de intereses que habrá en mayo (nótese: un mes antes de los comicios), si la legislación en esa materia es confusa e insuficiente? ¿Para qué se quiere una investigación “a fondo” sobre los contratos otorgados a los empresarios amigos del Presidente —según la declaración pública de su esposa—, si ya sabemos que al titular del Ejecutivo sólo se le puede juzgar por “traición a la patria y por delitos graves del orden común”? ¿Qué sentido tiene esa oferta, cuando en el mismo discurso se anuncia ya la salida jurídica? ¿Cómo instruir a la Secretaría de la Función Pública, sin modificar la ley que ordenó su extinción? ¿Para qué queremos listas de funcionarios responsables de los procesos de contratación, sin reformar el sistema de responsabilidades de México? Me detengo por falta de espacio, pero la lista podría ser mucho más larga.
Quiero suponer que la sociedad sabrá reaccionar ante este nuevo discurso con el pundonor que le faltó al Presidente y que nadie con dignidad bajará la guardia: la crisis de ética pública que está viviendo México no se resolverá mediante la cooptación y el engaño estratégico. La reforma que necesita el país es mucho más honda y debe ser, por definición, más honesta. Esta página no cambia el capítulo; por el contrario, añade razones para indignarse.
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