Autor:
José Ángel Fernández Hernández
23 de Septiembre 2015
A finales del siglo XX e inicios del XXI, académicos y analistas pensaron que la transición política hacia la democracia en México solucionaría una serie de problemas nacionales que iban más allá del perfeccionamiento de los procedimientos de elección de nuestros representantes. Sin embargo, el potencial de la democratización mexicana pronto mostró sus límites, la clase política y la sociedad civil, protagonista del proceso, enfocaron sus baterías para llevar transformaciones al ámbito de lo electoral, con lo cual algunos problemas centrales como es la seguridad humana quedó descobijada: la pobreza, la desigualdad económica, la ausencia de un Estado de derecho, la inseguridad física, no tuvieron un espacio central en la agenda del proceso.
Han pasado 15 años desde que se presentará por primera vez en la historia contemporánea de nuestro país la alternancia política en el ejecutivo federal y hoy en día experimentamos en carne viva las consecuencias de no haber concluido la tarea (crisis de credibilidad del gobierno, escándalos de corrupción, violación a los derechos humanos, entre otros), incluso en el área de lo procedimental se han tomado decisiones que le han guiñando el ojo a las antañas prácticas autoritarias.
El aumento de la pobreza, la amplia brecha de desigualdad, la falta del Estado de derecho siguen caracterizando a un régimen político que ha cambiado de denominación, ahora es reconocido como “democrático” (porque también hay que reconocer que ha habido importantes avances). Frente a las expectativas frustradas de la instauración de un nuevo régimen, la población ha expresado malestar, indignación y hartazgo. No es casualidad que conforme pasan los años, un número mayor de mexicanos pierdan la confianza en la democracia como forma de gobierno.
En materia de pobreza, la seguridad material, las cosas han tendido a descomponerse sobre todo en los últimos años. De acuerdo al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) entre 2012 y 2014, el número de pobres del país aumentó, pasando de 53.3 a 55.3 millones de personas, es decir, aumentó en dos millones, en tanto que la pobreza extrema apenas se redujo en 100 mil personas. Después de que se han reinventado los programas federales para el combate a la pobreza y se han incrementado de manera sustancial sus presupuestos administración tras administración y años tras año, millones de familias siguen experimentando la inseguridad cotidiana de no poder satisfacer las necesidades básicas de sus integrantes: vestido, salud, techo, alimentación, educación, etc.
Ligado a la inseguridad material, la desigualdad muestra características en extremo preocupantes. En un estudio reciente elaborado por Gerardo Esquivel a través de la organización OXFAM-México, se expone, entre otros hallazgos, que el 1% más rico concentra el 21% de los ingresos totales del país; que los 4 hombres más ricos acumulan una fortuna equivalente al 9% del PIB y que el salario mínimo actual del país es el más rezagado de toda América Latina y que no alcanza para superar la línea de pobreza. Con una estructura económica de estas características y con un nivel de concentración de la riqueza así ¿Cómo podemos esperar que familias que viven en la pobreza tengan oportunidades de ascenso social y económico cuando las rentas y los beneficios generados por el mercado están capturados por unos cuantos?
Y respecto a los riesgos físicos, la realidad es bastante conocida. Desde 2006, vivimos auténticamente una crisis de violencia e inseguridad. Llevamos casi una década en donde nos sentimos más vulnerables respecto a nuestra integridad y patrimonio. Si bien es cierto que en los últimos años se ha registrado una disminución de los delitos como homicidios, extorsión y secuestros, la frecuencia e intensidad con la que siguen ocurriendo es alta, sin dejar de mencionar que hay regiones del país clasificadas entre las más violentas del mundo, que hay enormes fallas en el registro de los delitos y que la cifra negra, es decir, los delitos no denunciados, presenta una tendencia a la alza desde 2012.
Con este escenario de inseguridad, resultan insostenibles las estrategias gubernamentales en donde se privilegian el uso de los cuerpos policiales y militares y el incremento de las penas para quienes cometen los delitos. A la fecha, no hay evidencia que permita confirmar que la reducción de la ocurrencia de un delito se deba a este tipo de medidas. La incertidumbre material, física y política con la cual seguimos viviendo gran parte de los mexicanos exige dar un cambio de timón para verdaderamente implementar un paradigma de seguridad humana.
Para alcanzar dicho objetivo, seguir democratizando al régimen es una tarea irrenunciable. Y para ello es fundamental la participación comprometida de dos actores. Por un lado, es necesario que la clase gobernante se someta a procedimientos para transparentar las decisiones que dan forma a las políticas públicas. Que existan evaluaciones internas y externas permanentes del quehacer gubernamental, en las cuales se deje claro que nadie puede violar las normas y las leyes: dejar atrás su aplicación selectiva o discrecional, imponer un verdadero Estado de derecho.
Pero la responsabilidad de la democratización no solo recae en los actores políticos, también requerimos de una sociedad civil más activa, que exija mayores espacios de participación en la generación de propuestas y de controles de las políticas públicas que construyen seguridad humana. Que su intervención sirva como un contrapeso real, que incida en el mejoramiento del ejercicio de gobierno.
La tarea no es sencilla, se requiere nada más y nada menos que la confluencia de dos lógicas de funcionamiento distintas, pero si hemos logrado construir espacios de diálogo para el diseño de algunos proyectos y políticas, no podemos dejar de insistir en querer alcanzar un estadio democrático con seguridad humana.
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