El caso Tlatlaya se salió de las manos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).
Después de una estrategia de comunicación tan mala, cualquiera que sea el resultado de las indagatorias que llevan a cabo, tanto la Procuraduría General de Justicia Militar (PGJM) como la Procuraduría General de la República (PGR), prevalecerá la sombra de la duda entre la opinión pública.
¿Por qué la Sedena tuvo que esperar a que dos medios de información extranjeros dieran a conocer el testimonio de una joven que estuvo presente el 30 de junio en el municipio mexiquense –en el que reveló que 21 de los 22 muertos fueron ajusticiados por militares después de que se habían rendido– para abrir una indagatoria sobre los hechos?
¿Por qué la Sedena tuvo que esperar que se filtrara ayer la información sobre la detención de 25 militares (un oficial y 24 elementos de tropa) y que se publicara en los medios de comunicación en sus portales de internet para sacar después un comunicado oficial en el que dio cuenta que fueron ocho los detenidos (un oficial y siete de tropa), quienes son investigados por la procuraduría castrense por la posible comisión de delitos en contra de la disciplina militar?
Tal parece que el inicio de este embrollo parte desde el momento en que los soldados, sin orden judicial de por medio y sin que hubiera flagrancia, pretendieron ingresar a una bodega en donde tenían conocimiento que había un grupo de presuntos secuestrados y tres víctimas.
Al igual que muchos de los operativos que realizan las fuerzas armadas en contra del crimen organizado, desde que Felipe Calderón inició la guerra contra el narcotráfico en diciembre de 2006, la efectividad de los militares en la detención de delincuentes no va siempre acompañada del respeto a los procedimientos legales.
Es decir, se realizan detenciones sin órdenes de aprehensión, sin que se demuestre la flagrancia, se catean vehículos en retenes sin más ley que la que los soldados impongan.
El problema es cuando los asuntos llegan a los tribunales, los casos se desmoronan y debilitan al grado que al paso de las semanas o los meses, nos enteramos que muchos de los que fueron detenidos por elementos de las fuerzas armadas están en libertad.
Pero, no porque los jueces sean corruptos –que también los hay–, sino porque la integración de la indagatoria está mal hecha y de ello puede derivar que una acusación pase de ser grave a no grave, lo que permite la liberación del presunto delincuente. Ya sea por falta de pruebas o porque la pena a imponer permite la libertad bajo fianza.
Si la Sedena quiere recomponer su mala estrategia en el tratamiento de este caso, debe informar qué diligencias llevó a cabo desde el día en que ocurrieron los hechos en Tlatlaya, así como el parte de los soldados que tomaron parte en los hechos.
Debe dar cuenta, paso a paso del proceso que se sigue, al menos en el fuero de guerra, en contra de los presuntos responsables y detallar de qué se le acusa a cada elemento detenido, qué dejó de cumplir o en que fue omiso.
El general secretario Salvador Cienfuegos Zepeda está ante la oportunidad de demostrar que su discurso sobre el respeto a los derechos humanos está soportado por los hechos. La sociedad exige conocer qué fue lo que ocurrió en Tlataya y que de haber culpables se les castigue, pero también tiene derecho a conocer si los soldados actuaron apegados de acuerdo con el marco legal.
Lo que no se atrevió a hacer la SCJN
Lo que no se atrevió a hacer la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) lo hizo un juzgado de distrito. Liberar a un presunto narcotraficante por violación al debido proceso.
Después de que la primera sala ordenara en enero de 2013 la liberación de la francesa Florence Cassez, acusada de secuestro, por violación al debido proceso, los ministros de la Suprema Corte metieron freno ante el inminente alud de amparos en los que delincuentes acusados de delitos graves, particularmente de secuestro, demandarían su libertad con el argumento de que sus garantías individuales habían sido violentadas.
A partir de entonces, la primera sala recibió decenas de amparos, sobre todo de acusados de delincuencia organizada, delitos contra la salud y secuestro. La respuesta de los ministros fue clara: se concedieron amparos para efectos, para reponer procedimientos y que se dejaran de tomar en cuenta algunas pruebas obtenidas de manera ilegal por el ministerio público, pero cerraron la posibilidad de que los acusados obtuvieran su libertad “lisa y llana”.
En varios casos, los ministros tuvieron que hacer verdaderos malabares jurídicos para justificar sus sentencias para no dejar libres a los quejosos.
De manera intempestiva, el juzgado segundo de distrito de procesos penales federales en el estado de Jalisco absolvió a Martín Alejandro Beltrán Coronel, sobrino del extinto narcotraficante Ignacio Nacho Coronel y a cuatro coacusados de los delitos de delincuencia organizada y operaciones con recursos de procedencia ilícita, con el argumento de que las pruebas aportadas por el ministerio público federal (Procuraduría General de la República) no eran suficientes para sustentar que eran responsables de delitos contra la salud.
Además de que las acusaciones en su contra se basaron en “testigos colaboradores”, cuya credibilidad fue desvirtuada durante el proceso penal; además, quedó demostrado en la causa que fueron detenidos en sus domicilios sin la orden de cateo expedida por una autoridad judicial y sin que hubiera delito flagrante.
Lo preocupante, para la sociedad y para la PGR, es que muchos de los procesos penales en contra de presuntos delincuentes están agarrados de alfileres, porque violaciones al debido proceso, como las que sustentaron la libertad de Beltrán Coronel –quien era un consumado delincuente para las autoridades federales–, se repiten en muchos juicios en curso.
El procurador Jesús Murillo Karam debe revisar la paja en el ojo propio y profesionalizar a los agentes federales para que sus actuaciones se apeguen a los procedimientos establecidos en la ley, o de lo contrario, casos como el del sobrino de Nacho Coronel, podrían ser cada vez más frecuentes.