¿Un pacto para qué?

Autor: 
Adolfo Sánchez Rebolledo

Las palabras a fuerza de usarse se desgastan, o lo que es igual: pierden su sentido originario. Así ha ocurrido con el término pacto pronunciado como salvavidas cuando las soluciones habituales ya no sirven para atender los problemas. La historia reciente registra muy publicitados acuerdos en materias espinosas –seguridad, por ejemplo– que no se tradujeron en un golpe de timón reconocible y aceptable. Sin embargo, ante la crisis nacional derivada de los terribles acontecimientos de Iguala, cuando aún falta por develar el misterio de la desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, se trae a colación la necesidad de formular un pacto para atravesar el desierto de la desilusión moral que se cierne sobre el país. La indignación aísla al poder, lo cuestiona, pero también le genera un vacío internacional cuando menos lo esperaba. En ese sentido el gobierno y el país se hallan en un punto de inflexión que definirá el curso de la política en los años venideros.

Así pues, haciéndose eco de los llamados realizados tanto por los organismos empresariales (la sociedad civil) como por los tres mayores partidos (los demás, ya se sabe, no cuentan), el presidente Peña dijo textualmente: en los próximos días convocaré a la representación del Estado mexicano, a las fuerzas políticas y a las organizaciones de la sociedad, para asumir el compromiso de emprender cambios de fondo, fortalecer nuestras instituciones y, sobre todo, asegurar la vigencia plena del estado de derecho en nuestro país.

¿Alguien podría oponerse a esas intenciones, tan añejas como olvidadas por las fuerzas del establishment? No obstante, la cuestión inmediata es si tiene sentido hablar de un pacto antes de que aparezcan los normalistas desaparecidos y se deslinden todas las responsabilidades políticas y penales derivadas de esta tragedia. Además, los pactos tienen valor cuando los suscriben fuerzas diferentes, opuestas, dispuestas a superar un estado de cosas insostenible, pero su viabilidad depende de que se definan con claridad sus alcances, los fines propuestos y los medios para lograrlos.

El gobierno está obligado a ofrecer un diagnóstico de la situación, seguido de propuestas sobre cómo y dónde actuar, pero no puede –otra vez– sentarse a escuchar las voces de la sociedad (o de un círculo estrecho de notables) como si nada hubiera ocurrido antes, cuando la urgencia de un viraje en las políticas de seguridad, sostenida por las víctimas y alimentada por el rigor académico, sacudió las conciencias pero no pudo cambiar las inoperantes estrategias oficiales. Con algunos avances, eso quedó atrás. Mejores leyes no hacen mejores prácticas, dicta nuestra kafkiana experiencia. El tema de la violencia, que es el de la inseguridad, sigue a flor de piel, y ha estallado en medio de la escena nacional destacando dos de sus facetas más preocupantes: la progresión de la crueldad que nos acerca a la inhumanidad, a la barbarie; el avance de la colonización de las viejas instituciones políticas por la fuerza organizada de la delincuencia. Por eso, la protesta por la inimaginable agresión a los estudiantes de Ayotzinapa es, desde luego, una reacción moral ante la evidente degradación de la convivencia, pero expresa el rechazo a una forma de relación entre la autoridad, el Estado y la ciudadanía que tiene rendimientos decrecientes.

El caso de Iguala es emblemático de una crisis en la cual el Estado no sólo pierde el monopolio de la violencia sino que le deja a los grupos delincuenciales ante la posibilidad de gobernar utilizando a los partidos y los mecanismos democráticos. Ante esta situación, es una obviedad decir que el Estado requiere de una gran reforma política, capaz de construir nuevas instituciones y no sólo un pacto por la seguridad. Pero esa es la primera circunstancia que la Presidencia no puede eludir. La ciudadanía quiere, necesita saber, la verdad completa sobre la situación en esta materia, no reportajes ad hoc,pensados para ganar la batalla de la propaganda hasta hoy oculta tras la ineptitud secular de la administración de la justicia. Ya es hora de que se nos informe con veracidad en torno de estaguerra que todos los días aplasta los derechos humanos.

Es fácil defender discursivamente el estado de derecho, pero hasta ahora es muy poco lo que el Estado –no sólo los partidos o el gobierno– ha hecho para crear una nueva cultura política que incluya el respeto a la legalidad como uno de sus fundamentos. Y no lo puede hacer porque en el mundo real priva la ley de la selva como excluyente fórmula de liberación individual. Es imposible pedirle colaboración a la gente cuando es público y notorio que la impunidad no tiene llenaderas y que el pozo de la corrupción cada vez es más extenso y profundo. ¿Hasta cuándo el Estado podrá ignorar que las fosas clandestinas están por todo el territorio nacional? La libertad individual, garantizada por la Constitución, no exime al Estado de sembrar en la escuela pública el respeto a los derechos humanos y la conciencia de que vivir en sociedad exige valores compartidos por todos, es decir, requiere de una reinterpretación del laicismo que implica el respeto por el otro.

Pero el tema de la inseguridad, obvio, es inseparable de otros problemas a los que solamente se puede entender con una visión integral del papel del Estado. ¿De verdad cree el gobierno que la destrucción del tejido social puede evitarse con programas focalizados contra el hambre, sin un viraje en la política general que ha traído más y más desigualdad? ¿Cómo ofrecer más empleo sin una profunda reforma social que cambie las reglas del juego a favor de la mayoría?

No hay caminos sin riesgos, pero la mayoría no tiene más alternativa que organizarse para actuar con ideas propias.

La captura de la pareja fugitiva ayuda, pero no resuelve el caso.

 
 

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