La corrupción: El mal nuestro de cada día

Autor: 
Elías Cárdenas Márquez

La corrupción, hermanada con la impunidad, ha sido flagelo constante en la vida de México. Nació de una simbiosis entre conquistados y conquistadores; éstos últimos impusieron, por la fuerza de uno y la sumisión del otro, reglas con las que el poder germinó corrompido. Este aluvión histórico enfrenta hoy la mayor de sus crisis, al rebasar las más elementales normas que conforman nuestra vida social, política, económica y cultural. La erosión a la ética y la moral social se ha vuelto más visible que nunca en la etapa de los gobiernos neoliberales que han perdido los mínimos estándares del decoro y la austeridad republicana.

El Congreso de la Unión, mediante la reforma a 19 artículos constitucionales sobre la materia, pretende erradicar los males que aquejan y agravian a la sociedad y a los órganos institucionales gubernamentales. La llamada Ley Anticorrupción se basa fundamentalmente en una redistribución de competencias entre los tres órdenes de gobierno (federal, estatal y municipal) para establecer las responsabilidades administrativas de los servidores públicos, sus obligaciones, las sanciones aplicables por actos u omisiones en que incurran y las que corresponden a los particulares vinculados con faltas administrativas graves que al efecto prevea, así como los procedimientos para su aplicación.

Para lograr lo anterior se propone fortalecer a la Auditoría Superior de la Federación –que sustituyó a la antigua Contaduría Mayor de Hacienda– y al Tribunal de Justicia Administrativa, a los que se otorgan mayores facultades para cumplir sus altos propósitos. Adosado a lo anterior se crea el Sistema Nacional Anticorrupción y la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción, de la llamada Fiscalía General de la República (hoy todavía Procuraduría General de la República). También cambian de nombre a las Contralorías federales, estatales y municipales por el de “órganos de control interno”, en esta lógica absurda de nuestros gobiernos, de que el cambio de nombres puede, por este sólo motivo, resolver los agudos problemas de corrupción. Tocan en menor medida a la Secretaría de la Función Pública, nacida como un órgano contralor que nunca logró sus objetivos de renovación moral y simplificación administrativa, hoy tan lejanos en el tiempo y en la memoria de la clase política y burocrática.

El Sistema Nacional estará conformado por un Comité Coordinador, un Consejo para la Ética Pública y un Comité de Participación Ciudadana, que se coordinarán entre sí a fin de cumplir con las políticas en materia de prevención, corrección, combate a la corrupción y promoción de la integridad pública. El Consejo estará integrado por los titulares de la Auditoría Superior de la Federación; de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción; la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno; por el presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa; el presidente del organismo garante que establece el artículo 6° Constitucional, así como un representante del Consejo de la Judicatura Federal y otro del Comité de Participación Ciudadana.

Muchos y variados cambios se proponen en la dinámica de los principales órganos a los cuales se les amplían sus facultades, se les dota de “autonomía” y, en la tradicional falta de respeto a estados y municipios, se les sujeta a replicar esta parafernalia de cambios, que en su mayoría no tienen sentido porque estarán supeditados a consignas del Ejecutivo Federal, de los gobernadores de los estados y de caciques financieros, económicos y políticos, que tejen la oscura realidad desde la cual se toman  decisiones torales para el errático rumbo de la nación; ello constituye un agravio para la sociedad en general y para los intereses auténticos y comunes de la mayoría de los ciudadanos. 

Como es sabido, el régimen de partidos políticos es un espejismo en el que pesan y se hacen valer sólo los pactos entre los mayoritarios. Por lo mismo, las decisiones que pasan por el Congreso de la Unión en relación a nombramientos de servidores públicos, modernización del marco normativo, vigilancia de los poderes Ejecutivo y Judicial, juicios políticos a altos funcionarios, sanciones, infracciones y multas, etcétera, son letra muerta aun cuando tengan rango constitucional. A manera de ejemplo: existen cientos de demandas de juicios políticos que duermen el sueño de los injustos en la Cámara correspondiente, que jamás verán el sol de la justicia, porque las componendas internas los hacen nugatorios, a pesar de que constitucional y legalmente están previstos. Casos mayores de corrupción son pan cotidiano de la ciudadanía, y sólo en muy contados casos proceden contra quienes se enriquecieron en perjuicio de los intereses de los ciudadanos.

Las reformas constitucionales aludidas estarán sujetas a tiempos, plazos, términos, condiciones, recursos, leyes reglamentarias y secundarias, reglamentos internos y, en muchos casos, hasta simples circulares de las instituciones que logran subvertir los mandatos de la Constitución. Por encima de ellos se imponen intereses de muy variada naturaleza que contrarían el espíritu de la ley, los principios de buen gobierno, los fines del bien común y los intereses de la República. Por ello, y muchas razones más, tales reformas a la Carta Magna –a la que en el curso de su vigencia desde 1917 se le han hecho aproximadamente 600 enmiendas– amenazan entrar a un pantano plagado de crecientes burocratismos, mayores presupuestos, interpretaciones torcidas contrariadas por las leyes secundarias, consignas del “orden superior”, y soluciones de muy variada índole que asechan la buena marcha de la moral republicana.

Toda reforma constitucional en nuestro país tiene que descender a los niveles que demandan los órdenes normativos. Y allí está un valladar que impide que las modificaciones hechas puedan alcanzar su objetivo. Deberemos esperar un tiempo prolongado a que puedan aterrizar esas reformas, si es que encuentran pistas favorables para ello. No contamos con una norma garantista que acredite la validez de los preceptos constitucionales sobre las normas regulatorias. Ni es el caso, como ocurre en diversos países, de que el Poder Judicial Federal o del Fuero Común, mantenga imparcialidad, independencia y autonomía en sus decisiones de fondo, que son vinculantes para los demás poderes y con criterios profundamente razonados para guiar e iluminar los cambios trascendentes de las sociedades a las que deben servir.

No obstante su aprobación en la Cámara de Diputados y en el Senado (donde el partido oficial, sus corifeos y satélites políticos detentan la mayoría), todavía está en proceso legislativo. Les esperan tortuosos caminos: los intereses de los poderes fácticos. 

Casi es una utopía, pero tal vez los logros contra la corrupción convencerían a una ciudadanía decepcionada y frustrada, el día que vea tras las rejas de la cárcel a un Presidente de la República, por los crímenes y barbaries de lesa humanidad cometidos bajo su mandato. Países con menores ínfulas que el nuestro ya lo han hecho. Sigamos su ejemplo.

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