El fracaso de Colima

Autor: 
JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH

05 de diciembre 2015

La anulación en Colima tiene sabor a fracaso general, aunque se presente como ejemplo de intervención de la justicia electoral para evitar in  extremis la consumación de un fraude. Nada que reprochar a la obligación del Tribunal Electoral de sancionar un delito, ni de limpiar una elección, pero esa narrativa es insuficiente para inocular el mensaje para la democracia que deja desconocer el voto en un estado con el récord de dos comicios anulados y sin conocer aún la alternancia en el gobierno. 

El mayor consenso de la construcción democrática de los últimos 30 años ha sido reconocer y proteger el valor del voto hasta el último que emita cada ciudadano y defina un triunfo, aunque éste sea por la mínima diferencia. Eso es lo que no se logró en Colima  y se proyecta un mal precedente para próximos comicios con resultados tan cerrados como éste. Ahí ganaron los que apostaron a definir el resultado fuera de las urnas con estrategas, abogados y recursos con qué torcer la legalidad del proceso.

En una primera lectura podría verse como el regreso al pasado de vicios y trampas. Las denuncias de “muertos que votan”, manipulación del padrón o la injerencia de funcionarios del gobierno, recuerdan, en efecto, las plagas de otras épocas. Que se han tratado de combatir con una reforma electoral tras otra hasta la más reciente que creó el Instituto Nacional Electoral y  que, precisamente, se justificó en la necesidad de sacar las manos de los gobernadores de los procesos locales. El problema, sin embargo, no es solamente la persistencia de viejas prácticas autoritarias que  preservan la anormalidad democrática en los estados, sino también la recurrencia de nuevos fenómenos pensados para enturbiar el proceso. Me refiero a la judicialización de la política como estrategia para lograr en tribunales lo que no se consiga en las urnas.

La de Colima fue la elección más sucia, rijosa y de mayor litigio de los procesos electorales de junio pasado. Una prueba superveniente que presentó el Partido Acción Nacional cambió en el último minuto la sentencia de la Sala Superior que confirmaría el triunfo del candidato del Partido Revolucionario Institucional, Ignacio Peralta, por una mínima diferencia de alrededor de 500 votos respecto del panista Jorge Luis Preciado. Así venía el proyecto de dictamen  tras larga investigación que incluyó el recuento de votos y la auscultación de todas las instancias de la justicia electoral, en cuyo recorrido se denunciaron hasta fabricación de pruebas. Eso se llegó a decir de la última grabación con la voz del secretario de Desarrollo Social local en la que ordena a subordinados a operar en favor del Revolucionario Institucional y que él mismo autentificó. A todo esto habría que agregar el clima de violencia y atentado contra el exgobernador Moreno Peña, que refleja un ambiente de descomposición política local.

Pero, tampoco, era difícil prever el desenlace cuando los partidos usaron la  campaña para preparar su impugnación. Sobre todo si se sabía que la competencia era muy cerrada ¿por qué el fraude no se presentó en la elección para el Congreso local? ¿Por qué en las investigaciones no se pudo comprobar la operación del gobierno en favor del PRI hasta que se conoció el audio? ¿Qué tan decisiva es la influencia del funcionario para desechar el voto de 300 mil colimenses?

Las respuestas son materia de controversia, como muestra el fallo dividido de los magistrados. Incluso, hay preguntas sobre el papel de la política en la decisión, por ejemplo, como en las “concertacesiones” de los noventa entre PRI y PAN. Pero en cualquier caso se envía otra vez un pésimo mensaje sobre la cultura democrática de los jugadores  cuando su imagen está impregnada de descrédito. En los últimos 30 años de construcción democrática hemos fortalecido las formas para repartir el poder, pero, como muestró la anulación, aún no acabamos de valorar a cabalidad el voto.

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